En España, la Ley del suelo clasifica como ‘suelo rural’ cualquier terreno excluido y
protegido de la explotación urbanística y, por tanto, sobre el cual está prohibido edificar.
También puede denominarse suelo no urbanizable o suelo rústico y es regulado con más
detalle a nivel autonómico y municipal.
En la mayoría de los casos, esta situación surge de la necesidad de proteger una
superficie con un valor ambiental especial, como podría ser un terreno agrícola, ganadero,
forestal, minero, cinegético o una zona de interés ecológico, paisajístico, histórico,
arqueológico, cultural u otros.
También puede tratarse de una superficie que implique un peligro para el ser humano. En
el caso de riesgos naturales estaríamos hablando de la continuada posibilidad de que se
produjeran catástrofes ambientales (como, por ejemplo, inundaciones, huracanes,
erupciones de volcanes…) en dicho territorio, mientras que en el caso de riesgos
tecnológicos se trataría de una alta de probabilidad de accidentes causados por
construcciones humanas (como, por ejemplo, descarrilamientos de trenes o fugas de
elementos químicos). De construirse en terrenos con tales características, se pondría en
peligro al usuario de las instalaciones.
Por último, también cabe la posibilidad de que la legislación autonómica o municipal o
incluso la policía de un lugar en concreto clasifique terrenos como suelo rural por otros
motivos. Además, si se diera el caso de que un municipio careciera de un plan urbanístico
general, todos aquellos terrenos que no estuvieran clasificados como suelo urbano serían
considerados rurales o no urbanizables.
Al haber quedado excluido del planeamiento de transformación urbanística, este tipo de
suelo no está dentro de la trama urbana y, por norma general, carece de los servicios y
dotaciones básicas (alcantarillado, evacuación de aguas, acceso rodado, red de
abastecimiento...). Inevitablemente, la primera imagen que nos viene a la mente es un
bosque en la montaña o una playa desierta, es decir, espacios puramente naturales que
no han sido modificados por la especie humana. Pero también puede tratarse de
superficies rurales adaptadas ligeramente para el provecho de sus recursos naturales,
como los campos conreados, o incluso las denominadas zonas periurbanas, es decir,
adyacentes a ciudades o áreas metropolitanas.
Según dicta la ley estatal, este tipo de suelo puede usarse únicamente de acuerdo a su
naturaleza con el fin de mantener su carácter rural (por lo que, por ejemplo, un terreno
protegido por su interés histórico no podría usarse para construir un complejo residencial)
y ello implica, por norma general, la prohibición de edificar en él. Las únicas
excepciones permitidas son edificaciones relacionadas exclusivamente con su uso y
siempre que sean de utilidad pública e interés social. Con esta directriz se evitan
actividades de carácter industrial, comercial o negocial que generen el enriquecimiento de
particulares.
Consecuentemente, los terrenos en situación de suelo rústico son los más baratos y
aquellos que prometen menos beneficios, pero, curiosamente, ocupan la gran mayoría de
la superficie del país. En el caso de Cataluña, se trata de un 94% del total.
A pesar de que el suelo rural es por excelencia suelo no urbanizable y protegido de la explotación
urbanística, es posible que la administración decida incluirlo en el planeamiento si lo considera
necesario para el interés público. En este caso, el valor económico del suelo crecería notablemente.
Si hiciéramos una comparativa con los semáforos de tránsito, diríamos que con el suelo rural está de
color rojo.